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Desde hace ya algunos años, la publicación y lectura de libros infantiles han experimentado un auge considerable. Son un boom literario y comercial; están por todas partes y todo mundo los busca. Mi quehacer como mediador de lectura me ha permitido leer varios libros infantiles: grandes, pequeños, de pasta dura o flexible, con ilustraciones notables. Se trata, pues, en su mayoría, de libros bonitos.

Los muertos andan en bici, de Christel Guczka no es uno de ellos. Quiero decir, no es solamente bonito, sino que además dice algo –por lo menos me lo dijo a mí–; el libro no se conforma con presentar bellas ilustraciones –y vaya que lo son– y una historia “para niños” que habla de un muchachito y un perro y sus padres y su abuelo. Creo que va más allá: es una historia de querer ser un mismo, auténtico, a pesar de los esfuerzos del mundo por ceñirnos a un parámetro, y del poder incalculable con que la sangre nos llama.

Tocino es un chico que siente que la suerte le falta porque, a decir de su maestra, siempre inventa cosas de mal gusto: una vez llevó a su clase la oreja puesta en cloroformo de su papá o la fotografía tomada a su abuela mientras se asfixiaba con una semilla de durazno. Sin embargo, no hay tal invención retorcida, se trata en efecto de la oreja de su padre y de la última fotografía de su abuelita viva. Tocino únicamente intenta compartir lo que para él es especial.

Hago un paréntesis: además de mediador soy docente, y sé y he visto cómo los maestros somos muchas veces culpables en primer grado de matar la singularidad de nuestros alumnos; queremos educarlos creyendo que educar significa suprimir lo extraño, lo excéntrico, mientras ponderamos las respuestas molde y los comportamientos “normales”.

Lejos de eso, la familia que Guczka nos presenta es peculiar por donde se le mire: Tocino y sus historias –cuando grande será escritor–; su padre, encargado de un laboratorio de hospital, que guarda órganos humanos en el sótano; la mamá, fotógrafa para una revista de cosas raras, y el abuelo, muerto dos años atrás durante una carrera en bici contra Zacate, su perro, que ahora los visita en la cabaña donde vacacionan.  Los personajes todos parecen decirnos: lo hermoso de una persona, de una familia son los rasgos distintivos, aquello que la diferencia de las otras, lo que nos hace amarlas tanto.

Por otra parte, como lo comenté líneas atrás, Los muertos andan en bici es una historia sobre el llamado de la sangre, ese hilo invisible que nos mantiene cerca de nuestros seres ausentes, pero queridos, vivos dentro de nosotros. El abuelo muerto de Tocino ha ido con él y sus padres de vacaciones, escondido en la cajuela del auto. Zacate y Tocino lo descubren y lo llevan al interior de la cabaña. No hay susto, sino sorpresa y alegría porque abuelo y nieto podrán realizar otra vez todas las cosas que les gustaban: “Yo estoy ansioso por contarle a alguien la increíble experiencia de tener a mi abuelo de vuelta del más allá […] Me conformo con que hoy esté a mí lado y podamos divertirnos tanto como antes”[1].

Luego de unos días, el abuelo y el perro se pierden. El primero regresa, pero no así Zacate. Tocino y el abuelo van a buscarlo y lo rescatan de una zanja en la que cayó. La terna pasa la noche en el bosque y al otro día, cuando corren al encuentro de los padres de Tocino, el abuelo cae de la bicicleta de nueva cuenta, se desmaya y ya no vuelve a despertar. “Será que los muertos pueden volver a morir”, se pregunta el niño. Al final deciden enterrarlo en aquel sitio maravilloso para que, si olvida otra vez que está muerto, pueda habitar la cabaña, usar la pipa, leer el periódico o meterse a la bañera llena de tierra. Tocino, sus padres y Zacate regresan a la ciudad.

Los muertos andan en bici es quizá una metáfora de cómo nuestros seres más entrañables viven con y dentro de nosotros. Si no los olvidamos, si mantenemos firme el hilo que nos une podemos tocarlos, hablarles, respirar su aroma inconfundible. Con suerte una tarde olvidan su condición de muertos y regresan a saludarnos.

Mi abuelo murió once años atrás, su partida fue un derrumbe; un par de semanas después me visitó en sueños para decirme que no me preocupara, que él estaba bien que nos quería mucho. Leer a Christel, admirar las ilustraciones de Betania, me hizo recordarlo, reafirmar la esperanza de sentirlo cerca. Gracias a ambas por este inolvidable paseo en bicicleta.

[1] Christel Guczka, Los muertos andan en bici, ilustraciones de Betania Zacarías, El naranjo, p. 23.

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